NOTA del Administrador

Los temas económicos acostumbran a ser muy controvertidos (por no decir polémicos) por su trascendencia con la vida cotidiana y sus difíciles relaciones entre teoría y práctica. Además los ejercicios que se puedan hacer en tendencias macroeconómicas, nunca están exentos de politizaciones. Es por eso que ruego, a los que tengan a bien comentar alguno de estos artículos, identificarse correctamente. Pues todos aquellos comentarios anónimos o que no guarden las formas, serán eliminados.

Las discrepancia nunca es un problema.

¡Gracias!


lunes, 19 de julio de 2010

Nacimiento de la economía social: aparición de los mercados.


La sociedad evoluciona cuando se supera la economía de subsistencia y se logra un excedente para comerciar. Pero con un solo individuo que logre esos excedentes no es suficiente, porque para comerciar deberá pagar más de lo que valen por todos los productos, dado que los demás sí necesitan toda su producción si aún no poseen excedentes. Por tanto, el comercio podrá empezar cuando más de un individuo obtenga excedentes y, además, deberá ser de productos diferentes.

Esta sería una situación de mínimos para que se iniciara el comercio, pero aún no sería suficiente, porque si uno de los productores no desea el producto del otro tampoco podrá consumarse ninguna transacción.

Así, pues, para estar seguros de que se realicen intercambios comerciales, deben existir una cierta cantidad de excedentes y también una cierta variedad en los mismos, pero, además, repartidos entre diferentes productores.

Nuevamente parece que tenemos todas las garantías de que se iniciarán los procesos comerciales, y nuevamente nos equivocaremos... hace falta algo más. Hacen falta los medios y voluntades necesarios para el intercambio.

Imaginemos que el excedente de un agricultor está constituido por una sandía de cuatrocientos kilos. Esta sandía, por su peso, necesita de medios poco comunes para ser sacada del campo de cultivo y llevada a un lugar de mercadeo (digamos directamente un mercado). El dueño debe publicitar su producto para que llegue a oídos de un interesado. Sin embargo, es probable que, aunque muchos deseen adquirir sandía, cuatrocientos kilos, en una sola pieza de esa fruta, resulten excesivos. El agricultor, seguramente, deberá venderla en trozos, pero tendrá que lograr que los posibles compradores se pongan de acuerdo, si el reparto se demora, la sandía que aún no se ha repartido perderá características e incluso podría llegar a estropearse. Digamos que una sandía de cuatrocientos kilos, por interesante que nos parezca en otros aspectos, no es un buen negocio en la economía que acaba de superar la etapa de subsistencia. Sin lugar a dudas el agricultor hubiese podido ganar mucho más con un excedente de cuatrocientas sandías de un kilo que por esa monstruosa sandía del mismo peso en total.

Por tanto tenemos que ser conscientes de que las primeras economías de transacciones directas tenían unas necesidades, unas reglas y unas limitaciones que no permitían según que cosas, pero también que ya significaban una mejora en la vida de los individuos.

Está claro que el primer comercio establecido se basó en el trueque uno a uno, pero que, sin duda, se fue sofisticando y llenando de reglas que tendían a beneficiar a toda la sociedad. Aunque, conociendo les debilidades humanas, en más de una ocasión esas reglas pudieron degenerar para dar ventajas comerciales a determinados individuos.

Una de las consecuencias lógicas de los primeros mercados fue la de orientar a muchos individuos en la especialización de parte, o toda, su producción para obtener el resto de productos necesarios con ventajas. Dado que quien acertara con los excedentes más apetitosos sería el que lograría los intercambios más favorables, cabría pensar que unos podrían llegar a vivir mejor que otros y, es posible, que algunos no alcanzaran los mínimos para su subsistencia. Así, aunque los excedentes podían suponer una ventaja para todos, era necesario planificarlos adecuadamente porque, de lo contrario, el aumento de complejidad social que significaba el nuevo comercio, podía empobrecer a los menos aptos. Visto así, la economía de subsistencia era mejor para algunos individuos que esta nueva modalidad. La solución a este problema era poner reglas a los mercados ya que, egoístamente hablando, algunos de esos productores empobrecidos, lo eran porque no sabían comerciar, cuando, sin embargo, podían ser unos magníficos productores. Por otro lado, algunos comerciantes avispados podían producir muy poco o nada, y lograr toda su riqueza en las habilidades para llevar a cabo sus transacciones. Es decir, se enriquecían sin aportar nada a la sociedad. Como los productos no crecen solos, quiere decir que muchos productores, que eran útiles socialmente perdían mientras esos comerciantes, inútiles para la sociedad, ganaban. Entre uno y otro hay una serie de transacciones descompensadas que deberían regularse, pero... ¿cómo?

Los diferentes pueblos de la antigüedad, antes y después de la aparición del dinero, buscaron soluciones que moralizaran los mercados. Esas soluciones eran locales, como el valor de los productos...

Si el valor de los productos es local, un buen mercader debe conocer que producto es más apreciado en cada lugar y cual supone el excedente mayor de los mismos. Transportar los excedentes de un lugar a otro puede suponer un beneficio adicional para el mercader, pero también es útil a los pueblos, pues permite la especialización según los productos más adecuados para cada área y la posibilidad de obtener otros que allí no se producen en adecuada cantidad. Aquí los comerciantes se hacen necesarios para el desarrollo.

Sin embargo, en esos primeros tiempos, los comerciantes eran individuos con una clara afición por la riqueza (eso no ha cambiado, pero ya veremos en su momento que eso puede ser hasta positivo) y su moral, en el momento de llevar a cabo sus transacciones, se podía relajar mucho. Así que, por lo general, no debían ser individuos muy queridos, pero sin duda se habían vuelto necesarios. Así que su riqueza, su conocimiento de las debilidades humanas y su necesaria asociación con los poderosos, pudieron protegerles de las posibles desgracias.

Conforme avanzaban las sociedades, los comerciantes y mercaderes también terminaban por especializarse. Allí donde alguien descubriese una forma de ganar, aparecía un comerciante para llevar a cabo esa proeza.

Uno de los tipos de comerciantes más peculiares eran los que vendían dinero. Más correctamente lo prestaban. Eran individuos que se habían enriquecido más que otros y daban cantidades de dinero extra a algunas personas para cubrir una necesidad o realizar un negocio, pero bajo la promesa de devolver una cantidad superior o un producto de mayor valor en el mercado. Por extraño que parezca, cuando estos individuos se hicieron grandes de verdad y empezaron a prestar dinero a los estamentos políticos, la economía y la política dieron un salto adelante.

Ya hemos explicado que la imperfección de los primeros mercados estaba ligada a la avaricia de unos individuos determinados. No quiere ello decir que los demás usuarios de ese mercado no fuesen avaros, pero no eran lo bastante poderosos para desnivelar los mismos. Por supuesto, este tipo de avaricia perjudicaba siempre a los menos dotados y, desde un punto de vista del liberalismo actual no existía ninguna imperfección en esos mercados más allá de su reducido tamaño. Según esas teorías las únicas regulaciones necesarias eran las que permitían transacciones limpias (sin estafas) y las que debían compensar el bajo nivel de transacciones que se llevaban a cabo.

Con todo esto, no es de extrañar que, cuando Aristóteles definió las dos vertientes de la economía, en su libro “Política”, tratara como algo muy negativo y corrupto todo lo relativo a las transacciones comerciales. Algo que calaría siglos después en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que definiría la usura. Es, seguramente, en ese momento cuando la iglesia católica prohibió los préstamos, considerándolos un grave pecado. Más tarde, cuando los reyes y Papas necesitaron de líquido para sus juergas y sus guerras, recurrieron a los mercaderes judíos, liberados de esa obligación de no prestar riquezas como negocio.

2 comentarios:

  1. Todo esto está muy bien, pero el punto de vista es totalmente capitalista cuando ese pensamiento no pudo existir en el comienzo de los mercados. Ni tan siquiera el mercantilista que es bastante posterior a Sto. Tomás.

    ResponderEliminar
  2. Estimado socio, como ya te he dicho muchas veces, vivimos inmersos en el mundo capitalista. Hoy en día ni tan siquiera un habitante de Cuba, China, Vietnam o Angola, pueden dejar de ver el mundo desde ese punto de vista. Así que si quiero tratar de explicar el origen de los mercados y que son, de una forma que cualquiera pueda entender, lo tengo que hacer en clave capitalista.
    En las escuelas de nuestro país no existe economía entre sus asignaturas, tan sólo, algunos años, se les da una pequeña noción en filosofía. Pero aún así todos sabemos cual es la ley de la oferta y la demanda. Posiblemente pocos puedan explicar que es la mano invisible y, aún así, la gran mayoría cree en la autoregulación de los mercados y que el capitalismo orienta estos a las necesidades de cada momento. No sólo tenemos interiorizado el capitalismo, sino que también tenemos el liberalismo económico (no es de extrañar muchas de las cosas que ocurren). Por eso creo necesario explicar las cosas de forma que puedan entenderse y abrir los ojos sobre lo que nos han hecho creer y explicar que existen otras formas d entender y hacer las cosas.
    El hombre de hor es liberal-apitalista, sin saberlo y con tendencias personales al automercantilismo (yo debo ganar, los demás perder; yo debo acumular riqueza, la riqueza de los demás)... y así nos va.

    ResponderEliminar